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22/07/2024

Claudio: fulgor y vigencia Artículo para La Opinión de Zamora en el 25º aniversario de la muerte de Claudio Rodríguez

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Aquella claridad que viene del cielo y que es un don, y algo, de repente, cambia dentro de mí
Albacete, hace pocos días. Acabamos de disfrutar de una hermosa lectura de poemas en el parque Abelardo Sánchez, dentro de la programación del festival Oh! Poetry. Están Luna Miguel y Mario Obrero. María Ángeles Pérez López y Marcos Díez. Y más poetas que admiro o descubro sobre la marcha. También está Jaime Siles, que celebra mi procedencia y su cariño antiguo por nuestra tierra. Decir Zamora en un encuentro literario es decir Claudio Rodríguez. Siles afirma, convencido, que fue el mejor poeta de su generación. Antonio Praena asiente a mi lado, mientras lanza preguntas para tratar de comprender ese milagro inaugural que es Don de la ebriedad. Sabemos que esas preguntas no pueden explicar ni resolver el enigma de un poeta que se arrancó en lo más alto, con unos insultantes diecisiete años. Siles recoge el guante y teoriza acerca del ritmo de Claudio, de esa cadencia perfecta próxima a la música, un patrón que abarca casi toda su producción poética. Breve y eléctrica como un relámpago. Un estilo original y único. Renovador y revolucionario desde la materia, desde lo más profundo del ser. Siles dice que es un libro capital, tal vez el más importante de la segunda mitad del siglo XX, por lo que fue y lo que fundó. Por lo que tiene de vigente todavía hoy (de eso, precisamente, tratan las jornadas que celebrará el Seminario que lleva su nombre el próximo noviembre). Dice de su poesía que es como una lámpara de aceite, que alumbra demasiado al comienzo y termina consumiéndose, con algunos golpes de oxígeno que avivan la llama, pero cada vez más tenues. Dice fulgor, que es una palabra que nos gusta mucho a los poetas. Y también eclipse. Creo que dijo eclipse y no ocaso, aunque quizá sea una palabra certera para nombrar la muerte del poeta a los sesenta y cinco años. Comemos ensaladilla y bebemos cervezas. Otro fulgor de una noche que, por entonces, parece inacabable. Escuchamos en silencio las palabras de Siles, que recuerda su amistad con Claudio, la correspondencia que conserva como un tesoro de un tiempo que ya no es y que nunca será más. Recuerda a Clara y el piso que la pareja tenía en la calle Lagasca de Madrid, donde los visitó en numerosas ocasiones. En el que hablaban de poesía, de los poetas barceloneses que no querían entenderlo, de Vicente Aleixandre y de cómo aquel explosivo libro se fue transformando en leyenda, tan inmensa, que Claudio nunca logró sobreponerse a su propio nacimiento literario. Y a quién le importa cuando has escrito un libro que forma parte de la historia de la poesía en español, matizo. Y Siles y Praena y también yo guardamos silencio, como si no pudiésemos responder. A veces una verdad casi absoluta se disfraza de ingenua estupidez. Sobrevuelan las palabras claridad, don, pero también tensión: la tensión poética que atraviesa su primer libro y lo suspende en el aire como si fueran esporas. Ese aire al que quiso ofrecer sus versos, su voz, para que sea de todos y la sepan todos.

Los Pelambres, hace veinticinco años. Claudio fallece un jueves y, ya el sábado, la edición de este periódico parece un monográfico sobre su vida. Personalidades de la cultura y de la política ofrecen su testimonio. Los titulares vienen cargados de palabras grandes. Dicen genio, dicen pérdida irreparable. Dicen. Apenas tengo dieciséis años. No he leído a Claudio antes, no sé qué es la poesía, pero aquellas páginas necrológicas despiertan mi curiosidad. A los pocos días compro su Poesía completa en Semuret, publicada por Tusquets. Luis y Julio me la entregan como un secreto, tal vez sorprendidos de que un chaval se gaste casi tres mil pesetas en el libro que contiene toda su poesía publicada hasta el momento. Pero voy hacia Claudio como quien va hacia una luz de la que no sabe apartarse. Leo Don de la ebriedad. Aquella claridad que viene del cielo y que es un don, y algo, de repente, cambia dentro de mí. No sé qué es, si yo no entiendo casi nada de lo que dice, si esos versos no riman o lo hacen de forma extraña y, sin embargo, avanzo las páginas, sorprendiéndome, que es todo cuanto un adolescente espera. Me brotan los primeros versos, aunque todavía no me diga poeta. Ni siquiera sé si llegaré a decirlo más adelante. Podría decir que la lectura de Claudio me hizo poeta, pero no, la lectura de Claudio me convirtió, entonces y para siempre, en altavoz. Qué paradoja, el poeta andariego que acompasaba los versos al ritmo de sus pies, propulsado por un eco atómico que capta la esencia primigenia de lo humano cuando parece -nos hace creer- que habla de sí mismo. Dijo dad al aire mi voz y que en el aire sea de todos, y la sepan todos. Y ese todos soy yo porque, cuando leo a Claudio, creo que se dirige solo a mí. Y me susurra con su tono atropellado, con su lengua plomiza y a la vez vibrante, una plegaria infinita que me reconcilia con la vida, esa alta bóveda que nos contiene en su amor.

Artículo publicado en La Opinión de Zamora el 22 de julio de 2024.

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